11.19.2008







Un segundo y ya después todo seguiría igual. Uno puede acariciar la punta de esos otros dedos, tiernas motas de seda, y luego dejarlos ir, porque no querrán sentirse maltratados por unos dedos ásperos, torpes y sucios. Un segundo, uno no pide demasiado. Se aprende a esperar y a ser feliz con poco. Es una suerte de perversión, de placer solitario que se consolida a la par con las decepciones y el escepticismo.
Aprende uno a recoger la comida del suelo, a saludar el sol, cada día más cargado de dañina luz ultravioleta. Un segundo, la noche puede sonreír. Una concesión, un deseo fugaz.
Pero uno, generalmente, colapsa, echa todo a perder y se derrumba en un parque infantil abandonado e invadido por delincuentes. Uno termina alucinando; soñando con gestos y respuestas apropiadas para ese momento mágico que, en realidad, se ha echado a perder miles de años atrás.

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